Ser hermanas mellizas es una cosa que puede ser maravillosa, pero a veces se complica y termina siendo engorrosa. Fue lo que les pasó a Celina y a Melina, que están juntas desde antes de nacer y son muy parecidas como casi todas las melli.
Siempre las vestían igual, cosa que también es muy usual; pero una cosa es ponerse pantalones y remeras idénticas, y otra muy distinta usar la misma polera al mismo tiempo.
Les explico cómo empezó todo. Melina y Celina son muy flacas, la ropa les quedaba siempre larga de mangas o ancha de espalda, los pantalones se les caían, parecían comprados para la gordi de la tía. Así fue que la madre, que era muy práctica, un día resolvió:
– Desde hoy en adelante lo que usa una lo usan las dos.
La mamá solucionó el problema de los talles y también tuvo menos trabajo porque a partir de ahí lavó y planchó una sola muda de ropa que usaban dos. Pero -casi siempre sucede en este mundo- lo que para unos es una solución para otros es un problemón. Eso les ocurrió a Melina y a Celina que tuvieron que usar un solo pulóver, una manga para cada una y el cuello para las dos; y de la pierna derecha del pantalón asomaban las dos patitas de Melina y del lado izquierdo las de Celina; un solo gorro completaba el vestuario y -por suerte- cuatro cómodos zapatos.
Tuvieron que soportar las miradas asombradas de los vecinos y las burlas de sus compañeros. Pero pasados los primeros quince días los demás se empezaron a acostumbrar y veían el hecho como lo más normal. En cambio ellas se sentían muy mal porque, aunque tenían hasta la misma cantidad de pecas, en el carácter eran muy distintas. Cuando Celina quería estudiar, Melina deseaba acostarse en el sillón a mirar televisión; a una le gustaba ir a danzas y la otra jugaba al fútbol; hasta ir a la calesita era un problema porque Melina quería subir en el caballo y su hermana quedarse parada para ganar la sortija que -cuando la sacaba- el calesitero nunca sabía a quién le tocaba.
Por esas y muchas otras razones a las niñas se les perdió la sonrisa, por todo lloraban, cosa que también era complicada porque debían hacer turno para limpiar sus lágrimas con el mismo pañuelo.
Ante tanto llanto la mamá decidió llevarlas a una especialista en niños que tenía fama de payasa porque de su consultorio salían todos riéndose a carcajadas ante cualquier pavada.
Cuando llegó el día de la consulta, las nenas estaban en la sala de espera sentadas en la misma silla. La licenciada en hacer reír abrió la puerta del consultorio y al verlas gritó:
– ¡Socorro! ¡Un monstruo de dos cabezas!
Y salió corriendo como si se le estuviera quemando el consultorio. Pasaron por varios expertos en problemas, pero uno no las atendió porque “de a dos no pueden entrar a conversar”, otra doctora con muchos diplomas les dijo “me voy a hacer mucho lío, si ni sé cuál es cuál.” Así que después de tanto andar al final la mamá empezó por el principio y les preguntó el motivo de tanta tristeza.
– ¡No queremos estar más presas!
– ¿Presas? -se sorprendió la mamá.
– ¡Yo quiero ir a fútbol -dijo Melina- sin que esta pata dura me arruine los goles!
– ¡Y yo quiero ir a danzas sin que esta pata de palo baile como un robot! -se hizo escuchar Celina.
Cada una presentó una lista de quejas de todas las cosas que querían hacer sin que la hermana estuviera todo el tiempo al lado. La mamá las miró sorprendida porque creía que sus hijas adoraban estar unidas. Después de escucharlas decidió sacarles el pulóver, pero por más que tironeó y tironeó las cabezas de las niñas habían crecido y nada logró. Lo mismo pasó con el pantalón y el resto de la ropa. La mamá las miró sorprendida y dijo:
– ¡Qué grandes están mis pequeñas!
Después sacó del costurero una tijera grande y afilada, pero ni una lana pudo deshilachar; entonces llamó a la modista pero no dio resultado por más que probó con todas las tijeras que tenía. Finalmente llegó el jardinero pero no alcanzó a hacer nada porque al sentir la tijera gigante de podar, la ropa se sacudió e hizo a las niñas girar como un trompo hasta quedar colgadas de la lámpara y recién ahí el pulóver se abrió en dos y lo mismo sucedió con el pantalón.
– ¡Por fin sueltas! -dijo Celina, mientras aterrizaba en un almohadón.
– ¡Me estaba ahogando! -gritó Melina desde las tejas del techo.
Antes que la mamá reaccionara, Melina se subió a la higuera del vecino y comió sus frutos hasta que se le pasparon las mejillas, mientras Celina se fue al cine a empacharse de películas románticas que a la futbolera no le gustaban. Cuando se encontraron a la noche muy fuerte se abrazaron y no dejaron de hablar hasta la madrugada contándose todo lo que habían hecho y planeando lo que iban a hacer.
– ¿Me vas a ir a ver el domingo cómo meto más goles que Maradona? -preguntó Melina.
– ¡Sí, sí! -le respondió feliz su hermana de poder mirar el partido desde la tribuna.
No hay comentarios:
Publicar un comentario