viernes, 27 de noviembre de 2009

LAS TORPES HABILIDADES DE CASIANO

Desde el primer día Casiano Mastrovic mostró ser especial. Sus padres le habían preparado una bella cuna, adornada con cintas celestes y tul, pero tuvieron que salir a comprar una cama porque si la cabeza le entraba las piernas le colgaban, y cuando lograban meter las extremidades inferiores en la cuna la cabeza quedaba apoyada en el suelo. Para levantarlo tuvieron que contratar dos niñeras fornidas que ayudaran a sostener al bebotón.
– ¿Y a quién salió este pedazo de chico? -dijo la abuela que medía un poco más que la mesa.
– A mí no –dijo la madre a quien el mentón le pasaba cerca de los picaportes.
– A algún antepasado –se conformó el padre, un señor que salía todos los días con la almohada pegada a la cola para llegar a los pedales del auto.
Si todos los chicos crecen Casiano no lo hizo por menos sino por más, ¡y cuánto más, a los tres años usaba de bermudas los pantalones del padre!
A la hora del almuerzo Casiano se enfurecía cuando veía a su papá comer guiso o asado. La madre encontró una solución:
– Desde hoy en esta casa todos comemos lo mismo que el nene.
– Esto no me parece buena idea -decía el señor Mastrovic mientras tomaba el biberón.
Pero como el lactante no se conformaba con la leche, a los dos días y veinte minutos de haber abierto los ojos al mundo, el doctor autorizó:
– Señora puede empezar a darle puré con una pata de pollo y de postre banana con dulce de leche.
Pero el problema no se resolvió tan fácilmente, Casiano tenía un olfato muy sensible, sentía el olor a asado aunque lo estuvieran cocinando a más de treinta cuadras de su casa, y lograba diferenciar si ese rico olorcito era de chorizo, batatas a la parrilla o lechón al asador. Señalaba con la nariz el lugar de donde provenían los alimentos y los padres tenían que llevarlo a comer a donde fuera.
– ¡Hasta aquí llegué -dijo un día el señor Mastrovic revoleando la mamadera- yo también quiero comer hamburguesa con chimichurri!
Hasta que Casiano aprendió a caminar era una odisea salir a pasear, entre los padres y las dos nodrizas no podían llevarlo. A veces le pedían a algunos transeúntes que los ayudaran a cargar con el bebé, llegaron a ser más de cien personas los que lo llevaban a upa. Un día la policía los detuvo creyendo que eran manifestantes llevando en andas a su líder. Después de pasar más de quince horas en la comisaría el nene se comió la vianda de todo el personal.
– ¡Groaajjj! -abrió la boca Casiano.
­Un oficial alcanzó a decir “provechito” y los envolvió el polvillo rojizo de las paredes de los calabozos que se habían desintegrado con la explosión. Los presos aprovecharon a disparar y el comisario, cuando dejó de estornudar, ordenó:
– ¡No quiero ver a esta gente con ese animalote por acá!
Varios días estuvieron pensando los Mastrovic cómo iban a sacar a pasear a su bebé, hasta que el padre dijo:
– ¡Tengo una idea genial, compremos una motoneta!
Los vieron muy felices recorrer la ciudad: la señora y el señor Mastrovic sentados en la motoneta, arrastrando un carro con el pequeño adentro. De ese modelo pasaron a una carroza y finalmente se decidieron por un camión remolcador.
– ¡Qué vamos a hacer con nuestro pequeño cuando crezca!
-repetía la madre que era la única que lo veía de tamaño natural.
Por fin llegó el día que Casiano aprendió a caminar.
– ¡Se terminaron los problemas de traslados! -dijo el señor Mastrovic y se fue a vender el camión de remolque.
Los primeros pasos de Casiano fueron mortales, todo lo que se le cruzó quedó patas para arriba: un cuadro, las puertas del ropero, el lavabo del baño y la mesada de las cocina fueron algunas de las cosas que el niño arrancó de cuajo para sostenerse. Todos pensaban que la casa iba a volver a la tranquilidad cuando Casiano caminara con firmeza, pero la cuestión empeoró porque el pequeño revoleaba sus largos brazos con tal ímpetu que con sólo tocar un objeto con el dedo lo dejaba dando vueltas como un trompo, el ropero y la cama de dos plazas eran puertas giratorias que andaban a la deriva por la casa. Los padres estaban verdaderamente preocupados porque cuanto más crecía más torpe se ponía, cualquier ademán que realizaba era la anticipación de un desastre similar a un sismo.
La madre no dejaba de repetir:
– ¡Qué vamos a hacer con nuestro pequeño cuando crezca!
Al padre no le alcanzaba el día, con su caja de herramientas en mano, para solucionar los desastres provocados por Casiano tanto en su casa como en la de los vecinos y parientes.
Una madrugada el señor Mastrovic estaba colgando la alacena que de un manotazo Casiano había tirado y se pegó con el martillo en el dedo:

– ¡Ayy, ayy, mi dedito!
Los gritos del señor Mastrovic despertaron a Casiano que fue a socorrer a su padre. Lo tomó de una pierna y lo sentó en el techo, mientras él se hizo cargo de la tarea. Tomó el martillo con el meñique izquierdo, lo revoleó de tal manera que la herramienta hizo dos giros en el aire y cayó justo sobre el clavo que se hundió en la pared. En pocos segundos Casiano colgó todos los cuadros, arregló las puertas, mesas y todo lo que antes había destruido.
Pasó a ser el terror de los clavos que se zambullían solos en la pared antes de recibir un mazazo y el ídolo de los pobladores por la destreza en el uso del martillo y el prodigioso olfato.
– ¿Qué están cocinando en mi casa? -le preguntaban al pasar los transeúntes.
Casiano respondía a la brevedad “calabaza rellena” o “ensalada de pepinos”. Sus padres estaban muy orgullosos del niño que con sólo seis años hacía cosas tan extraordinarias. Es verdad que seguía chocándose con todo lo que encontraba y que cada día comía más, pero como sabía arreglar lo que destruía se ganó el aprecio de la gente que lo compensaba dándole ollas repletas de comida que él deglutía -para entretener el estómago- antes de la hora de la cena.
Una de esas noches, mientras los padres miraban televisión sentados en la falda de Casiano, el señor Mastrovic dijo muy orgulloso:
– Nuestro hijo tiene el futuro asegurado como carpintero.
– A mí me parece -dijo la madre- que será un gran chef, ¡el más grande de todos!
– Yo creo que también podría ser el primer malabarista con martillos -continuó el padre.
– Aunque lo más seguro -afirmó la señora de Mastrovic- es que sea “Catador de Alimentos a Distancia”
Casiano tenía otro deseo: llegar a ser más alto que el añejo pino del parque, dar una sombra igual de larga y gorda para que el mundo descanse bajo la frondosa copa de su cabeza.





domingo, 15 de noviembre de 2009

LA CHICHARRÓN

Donde vive Vanesa la hora de la siesta es propiedad privada de la Chicharrón. Vane odia dormir a la tarde, entonces su mamá le ha advertido:
– Si no querés no duermas, pero no podés hacer ruido ni salir afuera hasta las cuatro, a esa hora la Chicharrón que está muy achicharrada, se esconde en su morada.
Morada, violeta y azul queda Vanesa de aguantar todas esas horas sin hacer ruido. Se pone a leer historietas, cuando se cansa hace casitas con las cartas, recorta figuras de unas revistas que le dio su abuelo, y mira el reloj a cada rato para ver si la aguja chica está en el cuatro y la flaca larga en el doce como le explicaron.
Cada tanto escucha pasos en la vereda, seguro que es la Chicharrón piensa, ¿quién más puede ser? Para que no la descubra despierta se ha tenido que quedar sin repirar y dura en posiciones muy incómodas. Una vez estaba levantando un pie para subirse a una silla y tuvo que hacer equilibrio un rato largo, hasta que se le durmieron los dedos, después la rodilla, los brazos y cuando no aguantó más cayó al suelo. Esa fue la única vez que una parte de su cuerpo durmió la siesta, mientras los ojitos bailaban danzas circulares.
La Mamá, antes de irse a dormir, le da información sobre la Chicharrón.
– Ella es la dueña de la siesta, la compró porque estaba despoblada y así la quiere mantener, sin que nadie la moleste y ¡especialmente sin chicos!
– ¿Por? –pregunta Vane.
– Porque quiere tener para ella sola las hamacas del parque y la sombra de todos los árboles.
– ¿Y qué pasa si encuentra a algún chico? –dice Vanesa con deseos de probar.
–¡Ah! –dice la mamá tapándose la cara- si los agarra los achicharra.
A pesar de todas las advertencias, una siesta que estaba más aburrida que de costumbre, Vanesa fue en puntas de pie hasta la puerta de calle, pero al dar vuelta la llave la mamá la escuchó. No le dio una penitencia, ni siquiera la reprendió, solamente le contó la historia del Ejército de Niños Chicharrones.
– La vieja Chicharrón es más espantosa que cualquier monstruo –susurra la mamá poniendo cara de susto- por eso se compró todas las siestas del mundo, para salir sin que nadie se burle de sus orejas que miden como dos metros con las que escucha el más ínfimo movimiento. Hace miles de años, el gobernante Nadie que era medio asoleado, decidió sacar a remate la siesta porque “hay que poblarla” explicó en una conferencia de prensa a la que sólo fue Nadie (los demás estaban durmiendo) y la Chicharrón que la compró por menos que nada.
– ¡Quiero este tiempo para mí! –dijo la vieja.
A Nadie lo agarró con sueño y eso lo hizo olvidar que el motivo de la venta era poblar. Desde ese momento las calles son los pasillos de la casa de la Chicharrón, el viento su ventilador de techo, la laguna su bañera y los cisnes los animalitos con los que juega mientras se baña.
– ¡Qué buena vida! –dice Vane y el brillo de los ojos no reflejan susto, sino más y más deseos de probar la siesta.
– No todos son beneficios –se apresura a decir la mamá- porque de tanto andar la siesta sin sombrero ni sombrilla, empezó a largar olor a grasa quemada y, aunque pocos la han visto, se la conoce a la distancia por su espantoso olor.
– ¿Y lo que me ibas a contar del ejército? –dice Vane.
–Eso es lo peor –continúa la historia la mamá- un día se encontró unos chicos en la plaza y cuando se les acercó, con todo el calor acumulado que guarda en sus orejas ¡los achicharró! Dicen que se arrugaron y se impregnaron con el mismo olor que la vieja, así fue que pasaron a formar parte del Ejército de Chicharroncitos y siempre andan a la búsqueda de un nuevo integrante.
Vane transpira como si la vieja estuviera pasando por su espalda y dice:
– ¡Requeteprometo que no voy a salir!
Pero las siestas son eternas y por momentos se olvida del susto y la promesa. Ha llegado a pensar que sería una aventura interesante ser por un rato una nena Chicharroncita. El misterio de la siesta la quiere arrastrar a las calles solitarias, entonces se pregunta:
– Después de la siesta, ¿la vieja y los Chicharroncitos serán personas no achicharradas?
Como no está segura de la respuesta, por ahora sigue soportando el fastidio de las siestas.


lunes, 9 de noviembre de 2009

AUNQUE ME MOJE, QUE NO SE ENOJE.

EN ESTE DÍA DE LLUVIA LES REGALO ESTE CUENTO.

Esta historia le sucedió al señor Sequeja y su familia. Siempre había alguna situación que los impacientaba. A la señora no le gustaba hacer mandados y cargar con las bolsas desde el supermercado que quedaba frente a su casa.
– Me salen callos en las manos –repetía.
A su marido le encantaba comer ricos manjares, pero había un inconveniente, no le gustaba sentir aroma a comida en los ambientes. Entraba a su casa frunciendo la nariz:

– Um fuuu, hay un exquisito olor a pollo arrollado, ¡pero abran las ventanas o me voy a comer a otro lado!
Muchas veces se iba a almorzar a la vereda o a caminar por la plaza mientras comía ensalada.
– ¿Qué hace don Sequeja? -un conocido le preguntó.
– De mi casa he disparado, el olor a lechuga casi me ha ahogado.
Ni pensar en ir a comer a sofisticados restaurantes o puestos de comida destartalados, ¡todos de su desagrado!
En cuanto a la hija de los Sequeja, durante las vacaciones -en la sierra o en el mar- esperaba ansiosa que terminaran porque deseaba a la escuela regresar.Una vez en el aula no había quién la soportara. Si la maestra leía un cuento ella decía:
– ¡Ya lo sé de memoria, es una historia que me hace bostezar!
Si la actividad era sencilla, regañaba:
– ¡Esto es para recién nacidos!
Si la situación se complicaba, llorisqueaba:
– ¡Nii mi paapá lo saabe haceerr! ¡Buuaahh!
– ¡Nada le viene bien señorita Sequeja! –le dijo un día la maestra.
Llamaron a los padres a reunión para encontrar una solución. El señor Sequeja se sentó en un sillón de la dirección y pidió que le trajeran unos almohadones porque el asiento era muy bajo, luego habló tapándose la nariz:

– Disculpe señorita, pero no soporto el olor a desinfectante que hay en este lugar.
Entonces los hicieron pasar a la biblioteca, pero allí la que se tapó la cara completa fue su esposa:
– ¡Qué contrariedad, tendremos que ir a otro lugar porque no tolero el olor a libros viejos!
Así pasaron por la secretaría, los baños, la cocina, el cuarto Guardalotodo y terminaron debajo de la escalera, un lugar que les resultó especialmente cómodo, aunque la maestra terminó con tortícolis por mantener apretada la cabeza entre dos escalones. La reunión finalizó cuando estaba por empezar. La maestra, después de mucho pensar, en el acta sólo una frase escribió: “lo que se hereda no se roba”.
Las mascotas de la casa habían adoptado el apellido Sequeja. Por eso la tortuga no toleraba que el perro ladrara, y éste no se explicaba porqué no podía jugar con ella a hacer salto en alto. La tortuga pensaba que el perro era muy acelerado, que iba de aquí para allá y sin ningún motivo se agotaba.
Las quejas de esta familia eran de las más variadas, pero había algo en especial de lo que todos los Sequeja se quejaban por igual: de las visitas de la señora Lluvia.
– ¡Otra vez viene por acá! ¡Deja la casa sucia con sus pisadas! –protestaba la mamá.
– ¡Ay no, que si me mojo un resfrío me voy a agarrar! -gruñía el perro.
– ¡Esta señora me trae tristeza y pocas ganas de ir a trabajar! -decía el papá con voz de bebé.
– No quiero ir a la escuela con botas de goma, pero si me quedo ¿qué hago, a qué juego? ­–se preguntaba la más pequeña de los Sequeja.
– ¡Se inunda el jardín, no se enteró esta señora que no vivo en el agua! –y a la tortuga le agarraba el apurón para esconderse en el galpón.
La Lluvia escuchaba cómo todos rezongaban por su visita pero igual regresaba cada tanto, hasta que un día se ofendió. Anotó en su cabeza de nube la dirección de aquella familia tan particular y, entre truenos y relámpagos, se la escuchó decir:
– ¡Nunca más vendré por acá!
El primer tiempo los Sequeja ni se dieron cuenta de la ausencia de la Lluvia, porque estaban muy ocupados protestando por todo lo que ocurría a su alrededor. Un día se quedaron asombrados mirando como la señora Lluvia visitaba a todos, pero a ellos los salteaba. Se alegraron de que su casa fuera la única sin olor a humedad, ni barro en el jardín, ni gotitas que llorasen sobre la ventana trayendo nostalgias al señor Sequeja.
Pero al primer tiempo, le siguió el segundo y el tercero. Las paredes de la casa se agrietaron, las baldosas se elevaron del suelo porque no soportaban el calor y desde el Nogal hasta el Duraznero arrastraban las ramas imitando al Sauce Llorón.

– Tengo fiebre -suspiraba el señor Sequeja.
Y el perro usaba la lengua de alfombra.
El día que las tejas se pusieron más rojas que de costumbre y de cada una salía una leve llama que quería unirse a los brazos del sol, los Sequeja reclamaron:

– ¿Por qué no viene la Lluvia a visitarnos?
Pero cuanto más rezongaban, menos respuestas recibían.
Desde entonces pasan las horas danzando en honor a la Lluvia y dicen palabras mágicas que una sabia bruja les confió. Ni llorar pueden, porque hasta las lágrimas se les secaron y esperan, sin quejarse, que a la señora Lluvia se le pase el enojo antes que de la Tierra salga el Dragón de Fuego y, en un abrazo fulminante, se una al Sol.

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TIHADA