“Pero tú, Señor, has puesto en mi corazón más alegría que si abundara en trigo y en vino."
(Sal. 4, 8).
-¿Por qué no te quedaste en tu casa boba?
Su madre raspa por décima vez la olla y la hace callar. Tía Justina -en realidad tía abuela- se reía de cualquier cosa, aunque ese día lo hubiesen pasado a pan duro y yerba. Mi abuela -su hermana- sólo tuvo dos hijos por decisión Divina, porque después del segundo parto salió a lavarse en la bomba, le tomó una fiebre muy alta, un pasmo y, según decían, eso fue la causa de su esterilidad.
Tía, que cumplía al pie de la letra con los cuidados de no bañarse después del parto, tuvo tantos hijos como las veces que su marido alambrador regresaba del campo. ÉL se quedaba unas semanas, el tiempo suficiente para hacerle otro muchacho -como decía mi abuela- y renegar por todo lo que habían anotado en la libreta de la despensa.
A mí me encantaba ir a su casa, tres piezas de un viejo conventillo. La habitación más amplia cumplía las funciones de comedor, cocina y dormitorio de tía. Allí había un cuadro, una insolente imagen de rojas manzanas, uvas tentadoras, sandía provocadora con gesto y boca risueña.
Mi hermano, el mayor, iba casi todas las mañanas a leer revistas a casa de tía, donde había primos de nuestra edad. Cerca del mediodía mamá me decía:
- Andá a buscarlo, esos pobres no tienen ni para ellos y aquel se va a quedar a comer.
Enseguida respondía a su pedido y salía muy decidida, pero no precisamente a convencerlo que regresara, sino con la idea de quedarme. Tía, que intuía a la perfección mis reales intenciones mejor que mi propia madre, sin hacerse esperar me ofrecía:
- ¿Querés quedarte? Un plato de sopa hay.
No terminaba de decirlo que empezaba a ayudarla. El verdadero sentido de la Común Unión lo aprendí en esa mesa. Tía tendía un mantel impecable, nos lavábamos la cara y las manos y recién después se nos permitía tomar el pan. Había mística en aquellos actos. ¡Y cómo nos reíamos!, siempre había una anécdota que llenaba la olla, la risa y el pedazo de pan que daba vueltas en la boca, las migas que se escapaban a otro rostro, la boca risueña vacía, pero llena de migas de risa. Esa es la imagen que guardo: ¡qué languidez, pero qué saciedad!
Un día, durante el almuerzo, mi primo Alberto se levantó, hizo un ademán y tiró el cuadro que cayó frutalmente sobre la mesa. Miré el papel que rozaba mi dedo, desee sostener esa fresca, jugosa y fragante manzana. Quise acercarla a mi boca, hacerla crujir, saborearla, deleitarme, chuparla, dejar correr por la comisura de mis labios su juguito. Anhelaba el mordisco. La lengua se cubrió de saliva aglutinada, tragué con delicadeza para que nadie percibiera mi deseo. Sentí temor de inquietar a tía, de ofenderla con un deseo que no podía satisfacer.
– Buen provecho -la voz de tía.
El cuadro ahí y una de mis primas, para escapar de su propio apetito, propuso el juego:
–¿Y si repartimos la fruta?
Entonces uno quería la manzana, otro el racimo de uvas, la sandía… pero había que dividir porque no alcanzaba para todos, ¡crueldad que no quería dejarnos satisfechos ni en la fantasía!
– Esta vez te toca a vos compartir la tuya -decía Eva.
– A mí ya me tocó los otros días -se quejaba su hermana.
Y así, con inexistentes cuchillos se pelaban frutas de papel. Tía seguía el juego hasta el final con la vehemencia que lo hacen los niños y la seguridad con que los adultos afirman que lo que ven y tocan es real.
¡Oh Dios!, ¡qué languidez, pero qué saciedad!
Después tía lavaba una olla limpia de tanto rasparla y yo salía con mi prima Carmen, la más chica, a recorrer caminos de siesta, tan fascinantes con sus historias de viejos de la bolsa y lloronas y sonidos de palomas que daban la música perfecta para un escenario misterioso, lúgubre y desolado.
Cuando pasábamos frente a la casa de doña Olegaria -una vieja que alquilaba la pieza del conventillo que daba a la calle- mi prima me hacía señas apoyando el dedo índice en sus labios para que guardara silencio. La ciega, que había escuchado pasos, decía:
– Carmen... Carmen querida, ¿sos vos?... Carmen... ¿andás por ahí?
Se quedaba unos segundos expectante, a la espera de una respuesta y volvía a preguntar:
– ¿Sos vos queridita?
Nosotros sabíamos que pretendía que fuésemos a hacerle algún mandado, entonces caminábamos en puntas de pie para que no nos escuchara y nos tapábamos la nariz y la boca para contener la respiración y la risa. A veces deseábamos que estuviera en la vereda para tener algo en qué gastar el tiempo. Otras veces, más por aburrimiento que por misericordia, respondíamos al llamado y le hacíamos el favor que nos pedía. Una tarde, cuando ya estábamos dando vuelta la esquina, nos miramos y sentimos eso que se llama culpa. Pobre vieja, dijo Carmen. Sí, pobre, contesté. Entonces, regresamos a preguntarle qué quería. Nos pidió si podíamos cambiarle la cama de lugar porque justo tenía una gotera sobre ella. Mientras nos perdíamos de jugar moviendo un mueble para allá y otro para acá le recriminé a Carmen:
– Esto me pasa por hacerte caso.
– ¡Callate, vos también quisiste...! ¡Y otra vez quedate a comer en tu casa! --aprovechó a reprocharme.
Después, cuando asomaba la culpa, pensábamos en nuestra conveniencia antes de regresar de la esquina y muchas veces, muchas, dijimos:
– Pobre vieja.
– Sí, pobre.
Y seguimos derechitas con el paso apurado a ningún lado.
Cuando llegó mi adolescencia ellos cargaron un baúl, varias cajas y partieron en tren a Buenos Aires. Dormían soñando con la ciudad que no dormía y allí fueron en busca de sueños despiertos, concretados en trabajo que por esa época sobraba. Mi primo Alberto consiguió empleo en una fábrica de dulces y entonces, por primera vez, tuve en mis manos una lata grandísima de dulce de batata que pude cortar con cuchillos reales y gustar, saborear, deleitarme, paladear, succionar, sentir la saliva queriendo escaparse por la comisura de mis labios. No tuve que reprimir el deseo porque ahora tía podía satisfacerlo. Ella sí tuvo el coraje de regresar de la esquina.
Quedaron atrás los años de estúpida naturaleza muerta y también se esfumaron los años de boca llena de migas de risa.