sábado, 31 de octubre de 2009

UN CUENTO PARA COMÉRSELO

Mamá trae dos montañas blancas cremosas a la mesa y dice contenta:
– Explora explorador
el tesoro has de hallar
toma el tenedor
y a comer sin chillar.
Entonces con Marcos, mi hermano, nos desesperamos por encontrar los trocitos de milanesa que mamá escondió en el puré. Marcos grita:
– ¡Terminé!
– Fijate bien -dice mamá que está lavando las ollas- no tiene que quedar ni un pedacito de carne.
Mamá sabe muchos juegos para la hora de comer. Cuando repite alguno le decimos:

– ¡A eso ya jugamos má!
Ella revolea los ojos, está pensando alguna idea antes de que se enfríe la comida. Si hay sopa es cuando más tiene que inventar, porque ni a Marcos ni a mí nos gusta. El juego con la sopa me encanta, porque generalmente gano. Mamá, con el cucharón en la mano, recita:
– Extermina exterminador
a comerse el vecindario
el primero es Nicanor
el segundo es Belisario.
Entonces tenemos que armar con las letras-fideos los nombres de estos vecinos.
– ¡A la panza don Nicanor! -gritamos con mi hermano.
Después pensamos nombres nosotros, no se salva nadie, de los vecinos y parientes pasamos a las maestras. Se arma lío porque mi hermano no quiere que me coma a su adorable señorita y yo a propósito digo su nombre:
– Eva.
– ¡No! -grita Marcos.
– ¡Sí! -le contesto.
– ¡Me como a tu seño! -dice furioso.
– No me importa.
Le saco ventaja porque el nombre de mi seño es Romualda, ¡tarda en armarlo y tiene que tomar la sopa fría!
Mamá inventa estas historias durante la comida porque la abuela insiste:
– ¡Estos chicos tienen patas de tero y cabeza de alfiler!
Los dichos de la abuela sirven para pelearnos entre nosotros. Cuando Marcos está con sus amigos le digo:
– ¡Cabeza de alfiler!
Él se pone furioso y me contesta:
– ¡Pata de tero y cerebro de carnero!
Mamá se preocupa por nuestra delgadez y nos lleva al doctor, que es más flaco que nosotros. Se ríe de lo que mamá le cuenta y dice:
– ¡Ay, esta mamá que le gusta tener hijos cachetudos!
Con Marcos nos encanta ir al doctor, tiene muchos frasquitos, aparatos y, lo mejor de todo, la camilla. A mi hermano se le ocurre que es el ala de un avión y vamos sobre ella haciendo equilibrio.
– ¡Cuidado copiloto –me asusta Marcos- estamos por chocar con un meteoro!
Entonces nos tiramos de cabeza sobre el ala blanca, que hace un ruido raro, como si en cualquier momento se fuera a desplomar. El doctor deja de conversar con mamá y dice:
– ¡A estos chicos se los ve bien sanitos señora, no es necesario que los traiga tan seguido!
Mamá sale furiosa, camina tan ligero que tenemos que caminar dos pasos y correr tres para alcanzarla. Para cruzar la calle nos agarra de las manos y parece que lleva una capa voladora con cuatro pies.
A mamá se le pasa el enojo por dejar patas para arriba el consultorio del doctor y a los pocos días nos hace un regalo muy especial.
– Miren los lindos pajaritos enjaulados que les preparé, hay que liberarlos comiendo los barrotes.
Aunque no nos gusta la polenta, comer la jaula es delicioso; pero nos negamos a masticar las alas y el pico.
– No vamos a comer al pobre pajarito -dice terminante Marcos.
– ¡No, dejémoslo volar! -propongo.
Marcos deja la escultura de polenta en el tronco y yo en el pasto. Cuando nos ve mamá grita:
– ¡Qué hacen con la polenta!
– El pajarito quiere volar -alcanza a decir Marcos.
– ¡Qué pajarito! ¡Es polenta, polenta! -repite mamá muy enojada.
A partir de ese día mamá sirve los fideos con forma de fideos; y los huevos duros ya no tienen nariz de zanahoria, ojos de aceitunas, boca de tomate y colita de lechuga.



¿Tenés alguna anécdota para compartir sobre los juegos que hace mamá a la hora de comer?
Y si sos mamá o abuela, ¿alguna vez inventaste algún cuento o juego para que los más chiquitos coman?
¡Cuántas historias nacen alrededor de la mesa! Te invito a compartir tus recuerdos.






domingo, 25 de octubre de 2009

ESCLAVAS DE ORO

Los primeros años de la vida de Pamela transcurrieron pegaditos a su mamá. Las dos estaban muy felices de que así fuera. Adriana miraba los ojos de su hija y comprendía el significado de cada pestañeo.
La pelusita de bebé, como los suaves pétalos de las rosas, se deslizó para dar paso a una cabellera que le llegaba a los hombros. Una noche, cuando la niña se quedó dormida después de escuchar un cuento, Adriana miró el reflejo de la Luna que asomaba por las hendijas de la ventana. Suspiró y deseó en voz alta:

Como el Sol te acompaña Luna para que abras la oscuridad,
quiero sujetar a mi hija por toda la eternidad.

Y el Sol lanzó chispas de fuego, y la Luna se puso gorda y un señor que dormitaba en un banco de la plaza se levantó para seguir la orden que le habían dado.
Adriana se estaba por acostar cuando golpearon la puerta de calle. Como era tarde observó por la mirilla y vio a un anciano muy delgado.
– ¿Quién es? -preguntó la mamá.
– Soy el que viene a pedirle alimento.
Adriana preparó un paquete con comida y se lo entregó al hombre a través de la ventanita. El anciano extendió unas manos jóvenes, sus dedos parecían racimos de uva y de su boca salieron estas palabras que como el trueno resonó:
– Soy el que gracias le doy, a cambio le entrego lo que pidió.
Adriana se estremeció, hubiera jurado que vio el Sol en uno de los ojos del mendigo y la Luna en el otro; pero el Sueño la llamó para que olvidara aquella visión.
A la mañana siguiente, después de hacerle dos hermosas colas a Pamela, se dispusieron a salir. En la puerta tropezaron con una bolsa de arpillera. Adriana, que había olvidado lo sucedido, no sospechó de quién era la bolsa, pero la guardó por si alguien venía a buscarla.
A Pamela se le alargaron las piernas y ya medía casi un metro cuando fueron con su mamá a comprar el pintor para el jardín. La mamá se sacó una foto con su hija en el patio de su casa aquel primer día de clase. Antes de salir a Pamela se le ocurrió ir al galpón para llevar un juguete, buscando el osito de peluche se cayó aquella olvidada bolsa y rodó por el suelo todo su contenido: ¡muchas pelotitas de telgopor!
– ¡Qué desastre! ¡Y qué mugre! - regañaba Adriana.
La pequeña se tiró de panza sobre las pelotitas como si fueran de nieve y el delantal a cuadrillé rosa quedó a lunares blancos. La mamá lo sacudía para sacarle esas hormiguitas con abrojos que no estaban dispuestas a abandonar los bolsillos, el cuello, las mangas, ¡y ni qué hablar de las medias, los zapatos y el negro cabello de Pamela!
– ¡Para qué guardé esta bolsa! -gritaba la mamá- ¡Por qué se te ocurrió venir al galpón, y a mí hacerte caso!
La mamá estaba sacando pelotitas de aquí y de allá cuando vio algo que brillaba en el moño del delantal.
– ¡Oh, qué es esta maravilla!
Adriana se olvidó de la limpieza y se metió de cabeza en la bolsa.
– ¡Encontré otra! –gritó.
Siguió revolviendo como si estuviera haciendo arroz con leche y antes de que se le quemara pegó un salto.
– ¿Y esto? –gritó.
Pamela vio salir a su mamá con la cabeza toda blanca y pensó “qué feliz está mamá, como cuando volvemos del corso con la cabeza llena de espuma.”
Adriana se tiró en el piso sucio del galpón, con dos cosas brillantes en una mano y un papel en la otra. Esto fue lo que leyó:

La persona que encuentre las dos preciosas esclavas de oro podrá colocarse una en su muñeca y la otra ponérsela a una persona que quiera mucho. Las pulseras las mantendrá unidas, aunque estén lejos y podrán ayudarse una a la otra advirtiéndole sobre algún peligro. Siga las explicaciones que se detallan a continuación.
Instrucciones de uso:
Colóquese una de las pulseras en su mano derecha.
Entregue la otra pulsera a la persona elegida y colóquesela en la mano izquierda mientras dice las siguientes palabras en voz baja.
(Esa parte del texto no se escuchó porque Adriana respetó las instrucciones)
Para asegurarse que ha realizado todo según lo indicado, exponga a la persona que lleva la otra pulsera a una situación que le pueda resultar peligrosa, en forma inmediata la pulsera girará en su brazo y cuando usted la detenga el mal rato pasará.
Advertencia: No abuse del uso de la pulsera. Sólo para situaciones límites. Después de cada uso notará que las esclavas sufrirán un leve ensanchamiento.

La mamá se sintió muy afortunada de recibir ese regalo. Siguió todos los pasos indicados y salieron con Pamela rumbo al jardín, llevando cada una su pulsera.
Ese mismo día la mamá comprobó la utilidad de las joyas. Pamela se subió al tobogán más alto y cuando iba por el décimo escalón la esclava empezó a girar, la mamá la detuvo e inmediatamente Pamela abandonó su objetivo sin hacer berrinches.
En los años de jardín la pulsera giró alocadamente en muchas ocasiones. El arenero era un desierto habitado por piojitos. Pamela deseaba tirarse de panza como sus compañeros, se paraba en el borde y pensaba en ese ejército del que le había advertido su mamá “están dispuestos a sitiar tu cabeza”, entonces abandonaba la idea.
– ¡Vamos a jugar a la rayuela Pame! –la invitaban sus amigas.
¡Qué ganas tenía de aceptar la invitación!, pero la pulsera se movía ante el riesgo de perder el equilibrio en medio del cielo.
Cuando la señorita traía una pila de revistas, Pamela tenía muchos deseos de recortar y pegar las figuras en papeles gigantes y pegotearse por todos lados, pero una inquietud la invadía: ¿se quedarían pegados eternamente sus frágiles dedos?
Todos los días la mamá la despedía en la puerta del jardín con un dulce beso y, según la temperatura, decía:
– Ir al patio en invierno resfrío seguro.
Ir al patio cuando hace calor, cuidado con la insolación.
Cuando Pamela egresó del jardín las pulseras eran gruesos brazaletes de oro que a todos llamaban la atención.
– ¡Vacaciones, por fin! –gritaba Pamela deseosa de corretear sin pulseras.
Pero se equivocó, fue el tiempo que las esclavas más trabajaron. Las peligrosas olas mojando las rodillas o andar en bicicleta era toda una cuestión.
– ¡No vas a meter los pies en los rayos! –gritaba la mamá.
Y Pamela se imaginaba chupada por las ruedas, el cuerpo atrapado en una telaraña de alambres y su cabeza girando sin control.


En primer grado las dos pulseras dejaron de hacer tilín tilín, se pusieron serias y sonaban tolón tolón.
– ¡Todo está hecho para gigantes! –comentó la mamá a la maestra cuando vio el patio.
Los primeros años de la escuela las pulseras giraban desorbitadas, hasta para ir a comprar golosinas era un problema porque “los chicos empujan y la señora del kiosco nunca ve a Pame”, se quejaba la mamá.
Pamela empezó a ponerse fastidiosa cada vez que la pulsera raspaba su piel. Por esa época empezaron las invitaciones a los cumpleaños, a quedarse a dormir en la casa de una compañera o querer ir al cine con las amigas. Pero lo que hizo temblar a las pulseras como un terremoto fue una mini carta que descubría una declaración: “Pamela, qué linda sos”. Las pulseras, que ya llegaban hasta el codo y eran muchísimo más pesadas que un yeso, después de semejante confesión subieron hasta el hombro derecho de la mamá y el izquierdo de Pamela.
Estos objetos cuanto más anchos y costosos eran, más impedimentos traían. Pamela no podía bailar porque el cuerpo se le balanceaba ridículamente para su lado más pesado.
– ¡Qué fastidio! -le gritó Pamela a la mamá- ¡Ya no puedo ni abrazar!
Adriana se quedó pensando en lo que dijo su hija y se dio cuenta de las cosas que ella también había abandonado, como el taller de pintura porque no podía levantar el pincel, y hacía años que no salía con sus amigas porque la manga de ningún vestido le quedaba bien.
Con los primeros tacos altos Pamela lagrimeaba, no tanto por el dolor de pies, sino por la enorme esclava que todo el tiempo la tironeaba.
Pamela pasó encorvada a recibir su diploma porque el macizo oro le llegaba al hombro y no había forma de poderse enderezar. La mamá casi no pudo aplaudir del terrible dolor en el brazo, la columna, la cabeza y no sé cuántos síntomas más. Ese día Pamela gritó:
– ¡Quiero arrancarme esto mamá!
La pulsera-brazalete se enfureció y tomó forma de gargantilla. Pamela y su mamá sintieron que no podían respirar.
Esa misma noche, cuando la joven se durmió, Adriana se quedó mirando el reflejo de la Luna que asomaba por las hendijas de la ventana. Acarició los cabellos de su amada niña joven. Suspiró y deseó en voz alta:

Como el Sol te ilumina Luna para que abras la oscuridad,
quiero alumbrar a mi hija por toda la eternidad.

Y el Sol lanzó chispas de fuego, y la Luna se puso gorda y un señor que dormitaba en un banco de la plaza se levantó para seguir la orden que le habían dado: pasar a recoger una carga que hacía muchos años en una casa había dejado.

domingo, 18 de octubre de 2009

¡FELIZ DÍA A TODAS LAS MADRES!

Especialmente a la Luz que me trajo a la Tierra, mi Madre.

"Recuerdo tu vientre de agua.
¡Ay, madre! Yo me mecía.
¿Me recuerdas? Yo era entonces
un pez, y me columpiaba
tan alto dentro del sueño
que hasta el agua me envidiaba."

Tema: Agua.
Letra: Víctor Heredia.
Música: Luis Eduardo Aute.



jueves, 15 de octubre de 2009

EL DÍA QUE NACÍ

Tengo la costumbre de subirme a una silla para verme en el espejo del baño, me gusta porque me puedo mirar las dos orejas al mismo tiempo. Así descubrí que la mitad derecha de mi cara no es igualita a la otra mitad, son como hermanas mellizas, casi idénticas pero si las conocés bien son diferentes. Mi lado derecho tiene una peca grande, el ojo es de un marrón más oscuro que el otro, la nariz no está justo en el centro y la punta mira a la ceja izquierda. Desde que descubrí mis dos caras me miro seguido, buscando las diferencias.
Lo que no entiendo es que si mi cara derecha no es igual a mi cara izquierda, cómo hace la tía Manuela para asegurar cada vez que me ve:
– Esta nena es igualita al padre. Tiene la sangre de los Jiménez.
En cambio, cuando visitamos a la tía Rosalía, abre la boca grande y grita:
– ¡Me impresiona cómo se parece esta nena a vos Mabel! ¡Si mirás una foto tuya a su edad no sabés de quién es!
Mamá le dice que sí con la cabeza a la tía Manuela y un sí sonriente a la tía Rosalía. Las dos se quedan contentas.
Cuando estamos solas, le pregunto:
– ¿A quién me parezco mami?
– Al día que naciste –dice mamá que le gusta estudiar el cielo.
– Me contás otra vez qué pasó ese día.
Si hay algo que me apasiona es escuchar la historia del día que nací. Entonces mamá me cuenta:
El día que naciste nos visitó un viento azul que te trajo el oxígeno para respirar. Después, para aplacar el ventarrón, llegó la lluvia que te obsequió la saliva, las lagrimitas y te mojó los labios, por eso siempre los tenés como recién lavados. El agua ablandó la tierra y la puso negra, dos gotitas de ese barro cayeron en tus ojos, por eso son tan oscuros. Las bajas temperaturas invitaron a nevar, la habitación se llenó de muñecos de nieve que se enteraron de tu nacimiento y fueron a conocerte, pero el calor de tu cuna hizo que se deslizaran por tu piel y te la dejaran muy blanca. El frío prendió las estufas y por las chimeneas -en lugar de humo- salían corazones de fuego para que los que no tienen techos hicieran fogatas. Los fueguitos se enteraron que habías nacido y entraron por la ventana para pintar de rojo tu cabello, chispitas traviesas saltaron a tu piel y salpicaron tu cara y los hombros dejando pequitas. La tormenta te regaló la fuerza que te permite gritar tan fuerte cuando te enojás y andar en bici a gran velocidad, el rayo te hizo los ojos luminosos y, cuando todo se calmó, la quietud te distinguió con el movimiento delicado de tus manos y la voz suave con la que le pedís chocolates a papá y a mí me decís “mamá, me contás otra vez qué pasó el día que nací”.
Cómo me gusta escuchar esta historia, especialmente si tengo miedo o estoy triste. Cuando mamá termina de contar le digo:
– Entonces no me parezco ni a vos ni a papá.
Mamá me abraza fuerte y me dice al oído:
– No le digas nada a la tía Manuela, pero el día que vos naciste era muy parecido al día que yo nací.




¿Y cómo era el día que naciste vos? ¿Quién puso la sonrisa en tu cara? ¿Y a qué se debe el color de tu piel? ¿Quién te regaló la sigular manera de reír, hablar, caminar? ¿ Y de dónde sacaste el arte de combinar colores, la rapidez para jugar con números o la agilidad de tus piernas?
Seguro fue un día único y maravilloso, un día que no podés dejar de contar.






jueves, 8 de octubre de 2009

APUESTA HISTÓRICA.

En los años de escuela primaria la señorita Turdemialle sufrió varios desaciertos, una de sus mayores frustraciones fueron las adivinanzas. Cuando la maestra decía uno de esos acertijos y la señalaba para que diera una respuesta, ella se ponía turquesa y nunca le daba con la tecla. Admiraba a sus compañeritos porque sabían que la que pasa por el agua y no se moja nada es la luna; o la que sale de la sala y va a la cocina meneando la cola, es la escoba.
De esas humillaciones surgieron los primeros escritos en su adolescencia. Verdaderas obras de arte, reliquias que se hubieran perdido en la fosa común donde duermen eternamente las ideas de grandes genios que no vieron la luz por falta de genialidad en los consumidores.

A esos textos vírgenes la señorita Turdemialle los llamó “Venganza a la Adivinanza”. Con ellos realizó una encuesta entre los tres antiguos compañeros que tenían mayor habilidad en la materia. Así fue que Facundo (un abogado que usaba camiseta y corbata), Pamela (una cantante a la que se le atragantó la carrera) y Lisandro (un otorrinolaringólogo que llevaba colgado su título de la nariz como todo profesional que se precie); accedieron al desafío que les propuso la Turdemialle:
– No creo que sean capaces de hallar respuesta a las adivinanzas de mi invención –dijo contundente nuestra amiga.
Durante los años que duró aquella dura apuesta, se registraron visitas de la Turdemialle a los hogares de los viejos compañeros a altas horas de la madrugada para que respondieran a sus recientes creaciones según lo convenido.
Así recordó el Doctor Facundo aquellos tiempos en una entrevista que se le realizó en el geriátrico:
“Para mí Turdemialle es sinónimo de frustración. Cuando accedí a lo que ella se refería como R.E.P.U (Ruptura y Escape del Pensamiento Único), no pensé que iba a ser una experiencia inolvidable, como cuando la puerta te atrapa el dedo. Ese es el origen de “la repu” ante situaciones adversas que luego se extendió a “la república”. Nunca llegué a dar con la respuesta precisa, pasaba noches sin dormir, me costó mi reputación como abogado y el repudio general de todos mis clientes. No repunté más, hasta el día de hoy -auque no se note- no me he repuesto y cualquier resonancia parecida a un timbre me provoca un repullo. Por ella abandoné mi profesión y me dediqué a hacer repulgues de empanadas y pasteles hasta la repugnancia.”
A pesar de los recuerdos, un tanto duros del anciano, una jovencita perteneciente al grupo TINTA (Testamento Invalorable de la Turdemialle Artista) ha dicho -respecto a las declaraciones antes mencionadas- “ese Facundo no era más que un compañerito de escuela resentido”.
Los TINTA han escrito en las paredes reconocidas frases de la artista. Ella se inspiraba en sus recorridos por las verdulerías para alimentar al gorila. Verbigracia:
“Lo que quiero decir está escrito, lo demás es verdura”
“Me baño todos los días, como hace el verdulero con las plantas de lechuga, sólo para que parezca que no estoy muriendo”
Regresando con el hilo de Ariadna, para no perdernos en este bello e intrincado laberinto que fue la vida de nuestra amiga, es mi deseo que conozcan algunas de las cientos de adivinanzas que enloquecieron a don Facundo (los otros dos enmudecieron, por lo que nunca dieron testimonios al respecto).
No me queda más que decirles: si se animan léanlas y si pueden ¡adivinenlas!

Aclaración: En la sección “Venganza a la Adivinanza”, que próximamente dará la vuelta al mundo, hallarán la reliquia prometida.








lunes, 5 de octubre de 2009

¡ESTÁN TODOS INVITADOS!

Jueves literarios en el Malvinas. 19, 30 hs.
Ciclo: Cuatro ficciones
Libros, charlas, debates, escritores.
OCTUBRE: LITERATURA Y OTRAS YERBAS


Jueves 8/ Literatura infantil

Silvia Schujer: Nació en Olivos, provincia de Buenos Aires, en 1956. Cursó el Profesorado de Literatura, Latín y Castellano y la carrera de Producción Integral de Radio. Participó en el taller de crítica y producción literaria a cargo de la escritora Liliana Heker. Fue directora del suplemento infantil del diario La Voz y durante varios años colaboró en distintos medios gráficos: los diarios Crónica, Popular y Clarín y las revistas Anteojito, Cosmik, Billiken, Humi, Cordones sueltos y La Nación de los chicos. Actualmente colabora con la revista La Valijita y coordina talleres de escritura con orientación en literatura infantil. Escribió, entre otros libros de ficción, Cuentos y chinventos, Oliverio Juntapreguntas, A Lucas se le perdió la A , Lucas y una torta de tortuga, Canciones de cuna para dormir cachorros, Enojo de conejo. También es autora de libros de divulgación de conocimientos. Ha recibido, entre otros premios, el “Casa de las Américas” en el rubro infanto-juvenil y el “Konex” al mérito en el campo de la literatura infantil.


Norma Huidobro: Nació en Lanús, en 1949. Es profesora en Letras, graduada en la Facultad de Filosofía y Letras de la U.B .A. Ejerció la docencia en colegios secundarios para adultos y coordinó talleres literarios. Es editora de textos de literatura infantil y juvenil. Con sus libros ha ganado varios premios y menciones. En 1999 obtuvo la mención honorífica del Premio “A la orilla del viento”, de Fondo de Cultura Económica (México), con su libro El sospechoso viste de negro, y en 2000 fue finalista del Premio “Norma-Fundalectura” (Colombia), con la novela juvenil ¿Quién conoce a Greta Garbo?. En 2001 ganó el primer premio en la categoría infantil del Premio “¡Leer es Vivir!”, organizado por el Grupo Everest. En 2004 ganó el Premio de Literatura infantil y juvenil “El Barco de Vapor” (Argentina), por su novela policial Octubre, un crimen. En 2007 ganó el Premio “Clarín de Novela” con El lugar perdido. En literatura infantil y juvenil ha publicado, entre otros libros, El misterio del mayordomo, Sopa de diamantes, Un secreto en la ventana.

ORGANIZA
Grupo Editor Mil Botellas
mil_botellas@yahoo.com.ar
http://milbotellas.blogspot.com/

Centro Cultural Islas Malvinas - Calle 19 y 51. La Plata.
ENTRADA LIBRE Y GRATUITA

viernes, 2 de octubre de 2009

LOS TIEMPOS DE LA ABUELA

Me encanta ir a visitar a mi abuela. En su casa no me aburro nunca, ni me acuerdo de la tele porque con ella siempre hay algo para hacer. A mí me gusta ir cuando el día está nublado, preparándose para llover, porque sé lo que va a pasar: la abu se pone el delantal, saca el hule floreado que cubre la mesa y desparrama el paquete de harina sobre la madera. Entonces dice lo que estoy esperando desde que llegué:
– Vamos a preparar masa.
– ¡Sí, qué bueno! -salto de alegría.
Yo también me pongo un delantal hecho especialmente para mí, aunque de poco sirve porque termino con harina hasta en los dedos de los pies.
La abuela prepara enseguida la masa con harina, agua y una cosa que se llama levadura. Todas las veces le pregunto para qué sirve y ella me explica:
­– Para que la masa se ponga gorda.
A mí me dan risas las respuestas de la abuela.
– ¡Las masas no se ponen gordas ni flacas porque no son personas, ni gatos, ni ratones! -le explico.
Y a ella le da risa lo que le digo, no sé porqué.
La abuela tiene un repasador grande con el que tapa los bollitos de masa que entre las dos hemos hecho. Dejamos todo así nomás en la mesa y nos vamos a hacer mandados para que me entretenga y no mire debajo del repasador lo que está sucediendo. P
regunto muchas veces:
_ ¿Y cuándo lo destapamos?
– Es hora de ir a ver la masa -dice por fin la abuela.
Salgo corriendo y tiro de la punta del repasador (me da un poco de miedo agarrarlo y que me deje la mano gorda); ¡y ahí están los bollitos inflados, parecen piñatas, y todo el borde de la mesa son flecos de masa que caen al piso! La abuela trae palanganas donde junta esa masa que se mueve como las Cataratas del Iguazú. Las vi en una foto que en la escuela la maestra mostró. Ese día grité:
– ¡Así es la masa de mi abuela!
A la señorita le dio mucha risa, no sé porqué.
Después que la abu llena muchas palanganas y pone masa en la mesada, la mesita ratona y en la mesa de luz; se sienta a esperar.
– ¿Y cuándo vienen? -empiezo a preguntar.
– Ya van a venir -me contesta y agarra un tejido o me invita a jugar a las cartas.

No quiero hacer nada de eso, pongo cara de enojo, sólo quiero que vengan. La abuela no hace caso a mi impaciencia y dice:
-¡El olorcito a buena masa atrae y llega a tiempo el que tiene que llegar!
Como siempre la abuela tiene razón.El primero en aparecer es don José, lo conocemos porque golpea las manos y grita:
– ¡Señora de la masa!
La abuela me da un bollito para que se lo entregue.
También viene Teresita a pedir bollitos para ella y todas sus hermanas, entonces la abuela le da una palangana repleta de masa.
Después llega una señora que viene desde lejos en una motoneta y dice:
–Ya sabía doña que acá algo bueno me esperaba.
La abuela llena sus manos y las mías de masa, ¡es tanta que la señora motociclista carga hasta en el casco! y se va al ruido del motor dejando gotitas de masa que los perros corren a lamer.
Antes de que oscurezca, la abuela deja bollitos en las ventanas, entre las flores y en la vereda. Le pregunto:
– ¿Para quién lo dejás abuela?
– Para el que llega -responde sonriendo.
Se hace de noche y me quedo dormida. Cuando despierto veo a la abuela repartiendo masa por acá, masa por allá. Así pasamos los días:dibujando, escuchando cómo nos hablan los grillos o leyendo cuentos; y entre una cosa y otra la abuela reparte.
No sé ni cuánto tiempo ha pasado desde que todo empezó, porque en la casa de mi abuela no hay almanaque ni reloj. Me explicó muchas veces cómo sabe qué día es y algo entiendo. Para ella no hay lunes, ni verano, ni año, ni mes.
– Hay un Tiempo de Dar y un Tiempo de Recibir. Un Tiempo Soñador y un Tiempo Razonador. Un Tiempo Acompañado y un Tiempo Solitario. Un Tiempo Resfriado y un Tiempo Acalorado -así lo explica la abuela.
No sé quién tendrá razón, si la abuela o mamá que mira el reloj a cada rato. Lo único que sé es que la abuela se ríe y juega más que mamá, tal vez porque conoce otros tiempos.