En los octavos de final...un cuento de fútbol
Con Agripino somos amigos hace muchos años, de pibes, de la época que mamá nos hacía la pelota de trapo y salíamos a jugar al baldío. Después de mucho pedir a los Reyes, a su Ángel de la Guarda y a cuanta persona le preguntara ¿qué querés para tu cumpleaños?, finalmente le llegó a mi amigo el esperado regalo de manos de su tío: una número 5 de cuero impecable.
Los primeros días Agripino no la quería prestar, ni él la usaba, la limpiaba con un trapito y la tenía guardada debajo de su cama. Para mí que dormía con ella, pero nunca lo confesó porque lo íbamos a cargar toda la vida. Yo estaba desesperado por jugar con una pelota de verdad, como la de los jugadores profesionales, así que tenía que convencerlo de que la sacara que no se iba a engripar.
– Dale che, traé la pelota, dale…Sabés la de amigos que vas a tener, hasta el Roberto va a querer jugar con vos y vas a poder decidir todo, pero todo eh, hasta cuánto dura el partido, porque si vas perdiendo te llevás la pelota y se acabó.
Esas y otras cosas le decía todos los días mientras nos aburríamos sentados en el cordón y la pelota seguía debajo de la cama. Él también tenía muchas ganas de jugar con la de cuero, hacía más de siete años que la pedía, mientras tanto los bollitos de papel, piedritas, cascotes, las frutas caídas de los árboles…cualquier cosa que encontráramos en el suelo era una bendición del cielo que nos permitía armar un partido.
Finalmente, después de una de las largas peroratas que le hacía sobre las bondades de ser el dueño de la pelota, la sacó. Qué tesoro hasta entonces inalcanzable, brillaba más que el sol del verano, ese que te enceguece y tenés que cerrar los ojos. Pero nosotros, y no es por agrandarme eh, podíamos jugar con los ojos cerrados, hasta sonámbulos. A la pelota no la veíamos, la olfateábamos, la presentíamos. Eso que dicen que tienen las mujeres, el sexto sentido, eso teníamos nosotros cuando jugábamos. Del Agripino y de mí les hablo, el resto del grupo era bueno pero necesitaba ver, nosotros de espaldas al arco sabíamos de qué lado estaba el arquero, y preveíamos para dónde se iba a tirar. Agripino me hacía un guiño como si estuviéramos jugando al truco y yo sin mirarlo -para despistar a los del otro equipo- sabía con absoluta certeza que me estaba por dar el pase y llegaba a mis pies mansita la pelota, como un caballo que si lo sube otro corcovea, pero con Agripino y conmigo estaba a gusto, y no era para menos, después de cada partido la limpiábamos y quedaba como recién comprada.
Agripino la llevaba siempre debajo del brazo y la acariciaba, como hacen algunas señoras con esos perritos chiquitos con olor a perfume, que los llevan a la peluquería, igual, la escena era la misma, si hasta en invierno mi abuela le tejió una bolsa de lana donde la metíamos. Nosotros andábamos sin medias, nos tenían que obligar a bañarnos con el agua helada de la bomba, pero a la Gordi -así la llamábamos- la cuidábamos como si se fuera a enfermar.
Ni les cuento en un mes la cantidad de amigos que hizo Agripino, incluido el nariz parada de Roberto y otros que vivían sobre la avenida, que ni sabíamos sus nombres, pero también venían a jugar. Estaban de incógnito porque si sus padres los veían jugando con nosotros se les armaba. Agripino pasó de ser “el piojoso” a “el dueño de la Gordi”, porque todos le llamaron así a la pelota de cuero.
Armábamos dos equipos bien definidos: los que vivían sobre la avenida y los de la calle de tierra. Ahora pienso que ganar era más que ganar un partido, era ganar el asfalto. Los botines y las alpargatas se unían en el partido y acortaban las distancias.
Mamá estaba extrañada, cada vez que iba a jugar al fútbol me mojaba la cabeza tratando de dominar mis pelos duros y preguntaba una y otra vez:
– ¿Y también juega con ustedes el hijo del dotor Mamfredi? ¿Y el nene de la maestra, de la señorita Salvatierra?
– Sí, mamá. Sí mamá -contestaba a desgano sin tener idea de quiénes me hablaba, mientras ella me peinaba como si fuera mi casamiento.
Lo peor era escuchar las recomendaciones:
– Por favor comportate, no vas a pegar patadas y dejar a alguno de esos chicos rengo, y ojo con la boca que ya te conozco como sos cuando te enojás, y si se arma lío te venís para las casas.
– Sí mamá. Sí mamá -repetía suavecito porque si la vieja se enojaba me quedaba sin jugar.
Las madres de antes y las de ahora se parecen en eso, si se enojan lo primero que te sacan es el fútbol.
Mamá decía "¿cómo esos chicos que tienen plata para tener muchas pelotas como esa vienen a jugar con ustedes...?" Ella no entendía que en un baldío donde le andábamos esquivando a los cardos, los charcos y los perros era más emocionante el juego.
Fue por esas tardes de siesta y pelota que pasó un episodio por lo que terminé tomando la Comunión.
El Patas Largas de la Avenida (así los identificábamos: el Rubio, el Pelo Parado, el Sin Diente…y siempre el agregado “de la Avenida”), propuso que fuéramos a jugar a la canchita de la escuela que él iba, quedaba como a veinte cuadras, dijo que no había problema porque los curas a esa hora dormían la siesta. Y fuimos. Lo que no sabíamos es que teníamos que saltar un tapial altísimo y era imposible, eso que con Agripino estábamos más acostumbrados a trepar árboles que a caminar por el piso. El Patas Largas de la Avenida conocía a la perfección el colegio, nosotros éramos visitantes.
– Vengan por acá que hay una puertita que a esta hora está abierta porque traen la mercadería.
– ¿Y por qué entran por acá? –preguntó Agripino
– Porque está el comedor, así que hagan silencio porque nos pueden ver.
Entramos. Sudé más que en los partidos, teníamos que contener la respiración y hasta era peligroso el ruido de las alpargatas cuando rozan el suelo.
Valió la pena el terror. La canchita parecía un estadio monumental, de esos en los que juegan los equipos profesionales, hasta gradas había alrededor porque -según nos contó el Sin Diente de la Avenida- “acá se juegan intercolegiales y viene gente de todo el país”. Nosotros se lo creímos porque in-ter-co-le-gia-les sonó importante, pero no quise preguntar qué quería decir para no pasar por burro. Con Agripino estábamos tan asombrados con lo que veíamos que los otros cada vez se agrandaban más con las explicaciones y ni unos ni otros vimos ni escuchamos nada, porque la percepción que teníamos con mi amigo solo funcionaba cuando jugábamos al fútbol. Cuando vi que el Patas Largas se achicó varios centímetros como para desaparecer entendí que algo pasaba.
– El padre Carlos, estoy muerto –dijo el Patas Largas, que en ese momento quedó petisito.
Un sacerdote se acercaba haciendo volar la sotana. Cruzó la cancha y se detuvo en el centro. Nos hizo una seña con el dedo para que fuéramos hacia donde él estaba. Obedecimos. Me temblaba la panza, sí, sola latía, como si el corazón hubiera bajado a los intestinos. El cura tenía la espalda ancha y ojos oscuros. Nos devoró con la mirada y caminó alrededor de nosotros inspeccionándonos. Cuando pasó al lado del Patas, dijo:
– Mamfredi, Mamfredi.
Así me enteré el apellido y que era el hijo del doctor del que tanto hablaba mamá.
Después con otro gesto le pidió la pelota a Agripino. Ese momento fue tremendo, era la despedida de la Gordi, presentíamos que no la íbamos a ver más. Yo tenía ganas de llorar y a Agripino se le cayeron las lágrimas cuando la entregó. Él me jura que no, hasta hoy dice que no, pero lo vi, hasta le temblaba el labio inferior por aguantarse de no llorar a los gritos como hacen las mujeres, de no suplicar “déjeme a mi Gordi, por favor “.
El cura puso la pelota en el piso y nos miraba desafiante, “y ahora quién me la saca, quién se atreve” –decía el pie firme sobre la de cuero.
¡Quién se la iba a sacar!, lo que queríamos era irnos por la puerta, saltando el tapial o volando desde el campanario, pero irnos. Entonces el Padre Carlos habló:
– Mamfredi, ¿usted fue el de la idea?
– Sí, Padre.
– ¿Y el resto estuvo de acuerdo?
– Sí…sí…-casi inaudible la confesión sin confesionario.
Pensé en todas las oraciones que me iba a tener que aprender, en las horas que iba a tener que pasar arrodillado en el maíz y todo eso era mejor a que mi madre se enterara, y el doctor que era el padre del Patas y la señorita Salvatierra y…todos pasaron por mi cabeza, entonces sentí un arrepentimiento feroz, una debilidad que me decía “echale las culpas a los de la Avenida”. Pero la voz del Padre me salvó de ser un traidor.
– ¡Y si han venido a jugar juguemos entonces –gritó el cura- vos Mamfredi al arco y el que pueda que me saque la pelota!
Un espectáculo celestial se desarrollaba ante mí. El Padre se arremangó la sotana que volvió a flamear como las banderas en la cancha mientras gambeteaba como solo en mi barrio sabíamos hacerlo.
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hola tihada,cuantos recuerdos me trajo esta historia y no porque yo jugara al futbol jajajaja pero es que me recuerda los partiditos que armaban en las canchitas mis amigos varones,el dia que celebraba un partido ya no podiamos contar con ellos,quien hiba a querer dejar la pelota para jugar a policias y ladrones,a la popa o mancha? asi se llamaba verdad?
ResponderEliminarpor cierto y hablando de partidos de futbol en las canchitas del barrio,hoy es el cumpleaños del mejor jugador del mundo que tenemos,si,hoy es el cumple de leo messi,el pibe que gambeateaba y jugaba tambien con una pelota como agapito y sus amigos,asi que desde aqui mis felicitaciones para el y si leyera este cuento seguro le trairia miles de recuerdos.
un fuerte abrazo amiga y que tengas un hermoso dia!!!!!!!!!!
Bellísimo cuento.
ResponderEliminarMucha sensibilidad y ternura.
Además, lo maravillosos de participar en grupo y unirse a jugar bajo la fascinación de una ¡pelota nueva!
Y un sacerdote piola haciendo pata!!!!
¡Buenísimo!
Un abrazo!!!
Que bien escrito, y cuantos recuerdos me trae!
ResponderEliminarSiendo niño, jugàbamos a "la pelota", con los curas capuchinos del colegio donde concurrìa.
Y se arremangaban las sotanas! jajajaja!!!
Un abrazo.
Una vez mas el fútbol, congrega, une, hace olvidar las diferencias, despierta la esperanza, la ilusión, una vez mas tu cuento toca las fibras de lo recuerdo de barrio!
ResponderEliminarUn Besito Marino
Qué maravilla!!Con qué arte agitás tu varita para que salga tanta ternura y sensibilidad en este cuento que a la vez es tan real,tan argentino, que rescata los buenos valores de este deporte que es una verdadera pasión y nos une en la alegría del juego compartido.Y ni hablar de ese sacerdote, homenaje a la figura de un querido "Padre Carlos" que muchos tendrán en la memoria.
ResponderEliminarExcelente amiga!!
Un abrazo y vamos Argentina!!!!
Qué delicia de cuento y que bien escrito está.
ResponderEliminarY me encanta el final.
Un abrazo inmenso querida Tihada.
Hacia dias que no pasaba por aqui, pero ya me he puesto al dia y como siempre me voy maravillada. Dulzura y magia...eso me llevo siempre de tu blog.
ResponderEliminar¡¡¡un abrazote inmenso!!!
La infancia y la religión ... monjas ... curas... Muy bonito el cuento, ha sido especialmente nostálgico.
ResponderEliminarBesos.
Hola thiada un cuento lleno de realidad y ternura cuantos pibes han hecho sus balones de trapo.
ResponderEliminarNuestros nenes es que tienen de más y no se les recuerda.
Me gusto.
Riso besos
Que lindo cuento Tihada,pobre Agripino!!!jajaja, pero tuvo un final feliz, jugaron en el estadio, donde se jugaban los intercolegiales...
ResponderEliminarY "La Gordi", no cayo en manos de Doña María, la que nunca falta en los barrios y no devuelve la pelota...jajaja!
Te felicito, me encanto!
Abrazos Mundiales!
!Precioso! como siempre Tihada da gusto pasar leer y aprender.
ResponderEliminarBesos
Abuela Cris
Qué maravilla...que bien transmite esa visión infantil de las cosas y la magia de la niñez.
ResponderEliminarHa sido un deleite leerlo.Besosssss
MIS PALOMITAS MENSAJERAS LLEGARON A TU BLOG PARA FELICITARTE POR TU NUEVA Y MAGNÌFICA CREACIÒN ...CUÀNTA REALIDAD HECHA CUENTO!!!BESOS
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