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A las mujeres que danzan, sufren, ríen, sangran
y, a veces, todo al mismo tiempo
NOCHE DE CARNAVAL
11 de febrero. En el espejo del viejo ropero se reflejaba la imagen de una joven mujer, casi una niña, pelirroja, blanca y regordeta. Sus pecosas manos apretaban con fuerza los barrotes de la cabecera de la cama. Pujaba, sudaba, esperaba y volvía a pujar. El chirrido de la cama se perdía entre sus lamentos. Una morocha, bajita y morruda, entró a la habitación.
-Parece que ya es la hora, m’ hija -dijo mientras se lavaba las manos en una tina descolorida- llegué un poco tarde porque a la Celestina se le dio por parir también hoy.
La mujer pelirroja no parecía escuchar sus explicaciones, sólo quería pujar y pujar.
- Si no me apuro lo tenés sola, a mí ya ni me necesitás.
Se arremangó la blusa y con decisión, casi bruscamente, abrió las piernas de la mujer.
- Ahora sí, tomá aire y sacá como con bronca, pero poné la fuerza abajo m’ hijita, como vos sabés... eso, así, así... ¡ La que sos fuerte y eso que no sos india!
La mujer sonrió, pero enseguida tuvo que apretar los labios obligada por una contracción. Después cerró los ojos y se tomó con más fuerza a los barrotes del respaldo que pedían a gritos piedad.
Piedad, una palabra poco usual donde la vida es dura como los callos de los dedos que raspan la batea, como las miradas que reflejan sueños inconclusos transformados en angustia y rabia. Oscura rabia.
- Ahí está -dijo tranquilamente la Tomasa- ya se ve la cabeza, lo demás es como pelar papas para vos.
Afuera la música ensordecedora, el aire caliente, las cortas polleras, los minúsculos corpiños de tela brillosa y barata intentaban, a fuerza de baile y sudor, despertar al pueblo de una larga siesta. Sólo el carnaval parecía un buen motivo para seguir estando vivos.
Un último esfuerzo. Nació. Tez blanca y cabello oscuro.
- ¡Tiene pelos pinchudos! ¡Qué parados, che! ¡La sangre de tu marido puede! -y agregó como al pasar, mientras cortaba el cordón- es mujer.
Esas palabras recorrieron los vientres que hacían movimientos rápidos, circulares e insinuantes. Bailaban con la fuerza de quien quiere desprenderse del pasado, las escobas y los mocos de sus hijos. Bailaban como si alguien les hubiese prometido algún milagro si sudaban bastante o lo hacían para sentirse (aunque sólo fuera por aquellos días) el centro de atracción. Recorrían las calles haciendo alarde de sus fornidos muslos y cuando pasaban ante el jurado desplegaban toda la gracia y energía que tenían para lograr un momento de felicidad con el Premio Mayor que les iba a alcanzar para pagar las lentejuelas, la tafeta y las alpargatas compradas en oferta.
Afuera el baile, adentro el dolor y la sangre. La roja sangre que caía sobre una toalla percudida y una sábana vieja, desteñida y mil veces zurcida. En la palangana la Tomasa tiró todo lo que sobraba y preguntó:
- ¿Ya está el agua?
Entonces entró otra mujer, tan joven como la parturienta, pero flaca -casi desnutrida- a la que le llamaron Juana. Cargaba una olla con agua caliente, demasiado grande para su esmirriado cuerpo. Volcó agua sobre un fuentón, metió su brazo, hizo un gesto de desaprobación y agregó agua fría. Sumergió a la niña en el agua. La pequeña gritó, gritó y gritó... era lo único que sabía hacer, único signo de estar viva. La comadrona sacó a la recién nacida de la habitación y se la entregó a un hombre delgado y morocho que fumaba un toscano.
-Tomá, es mujer.
No hubo felicitaciones, ni luces rosas. Sólo eso, un “es mujer” que chocó contra las paredes asentadas en barro cocido, recorrió el corredor y se repitió en las escobas de las vecinas, en las tetas de las madres de leche, en el hilo de coser y en las vaginas de las quinceañeras que ya habían parido más de una vez.
Afuera no permitieron que ese sórdido anuncio penetrara los oídos. El nacimiento de una mujer ocurría todos los días en el barrio, en cambio la música del corso una vez al año. Sacudían las maracas con impulso feroz hasta provocar chispas y quemar sus cuerpos junto al Rey Momo. Ahuyentaban con humareda el sufrimiento. Había que bailar en la comparsa o tan solo ponerse una careta, pero de alguna manera lograr ser otros. Los hombres tirando de los carros y las mujeres cargando con los chicos. Las viejas arrastrando las várices en las últimas vueltas, pero abandonar jamás, era una cuestión de honor quedarse hasta que dejara de alumbrar el último foco de color.
El padre se acercó con la hija en brazos hasta la bomba donde la abuela sacaba agua. “Es mujer”, dijo y su voz sonó a lamento. Ella lo miró sin dejar de bombear .
-¿Cómo le va a poner?
- Doña Tomasa quería ponerle Divina, pero la madre no quiere, ¡ya veo que es una muchacha horrible y eso de Divina va ser para la risa de todos! Le gustó el nombre que se le ocurrió a Juana.
Aquella calurosa noche de febrero, llegó sin pan bajo el brazo y con una boca que quitaría a otros el pan. Las luces del corso la iluminaron y le dieron su nombre. Luz.
TIHADA
GRACIAS MARÍA FRASCARA!
http://radio-unangelparatusoledad.blogspot.com/
Tu relato me ha hecho pensar...¡Qué poco vale a veces la vida de una mujer!¡Qué triste que todavía se acepten así las cosas! Ser mujer es algo maravilloso y la experiencia de ser madre y de llevar un hijo dentro que crece gracias a tí no es comparable con ninguna otra que se pueda tener en la vida.Pese a la violencia, las injusticias y las humillaciones que sufren todavía hoy las mujeres, yo me alegro de ser mujer y tener todas las cualidades propias de mi sexo y que me diferencian de los hombres.
ResponderEliminarAunque ya se pasó el día de la mujer...¡FELICIDADES TIHADA!
Un beso muy grande
Qué bueno Tihada!!MUchas gracias y un abrazo con cariño.
ResponderEliminarTihada me ha conmovido tu relato y a la vez encantado. Un enorme abrazo y aunque con retraso MUY FELIZ DÍA DE LA MUJER!!!!!!!!
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