En el comedor, sentada en una silla de alto respaldo,
estaba la señora Dolcet. Había un gran reloj con un péndulo de bronce y un tic
tac más estruendoso que el del reloj de mi querido doctor Daroqui. Pero eso no
me llamó demasiado la atención, tampoco los fastuosos muebles o la mullida
alfombra. Sí me sorprendió aquella esbelta mujer que, indiferente al polvo y la
bosta, usaba unos impecables guantes blancos. Si moverse, me miró de la cabeza
a los pies, un recorrido rápido, pero inquietante.
– Voy a ser breve. Tengo cuatro hijos, tres varones y
una niña, tenés que ocuparte especialmente de los dos mayores, enseñarles las
primeras letras, a comportarse en la mesa
y cuidarlos durante el día.
Luego me pidió que la
siguiera hasta la cocina
– Les presento a la nueva institutriz. Cualquier cosa
que desee es una orden.
Antes de que pudiera reaccionar mi dueña estaba
saliendo de la cocina y nuevamente me indicaba que la siguiera. Caminaba
ligero, apenas podía escoltarla tres o cuatro pasos detrás. Cruzó el comedor y
un largo pasillo al que daban varias puertas, se detuvo en la última.
– Tu dormitorio. Los niños no te van a fastidiar de
noche. Las horas del almuerzo y la cena son sagradas para mí.
Luego comenzó
a desandar el pasillo y cuando ya estaba por cerrar la puerta, sin darse
vuelta, ordenó:
– A las 21 en el comedor.
Ni una sola pregunta sobre mi vida. Me había
aprendido de memoria cómo le iba a explicar que tenía apenas tercer grado pero
me gustaba mucho leer y no sé cuántas otras cosas que ensayé inútilmente en
casa. Sola en medio del cuarto todavía creía escuchar el retumbar de sus tacos.
Me senté en la cama y miré el bolso, único vestigio de que existía algo mío, que
podía romperlo o abrazarlo y aquella mujer no diría nada porque el bolso no era
de su propiedad. Yo sí.
Quiero irme.
Todo mi cuerpo y mi pensamiento
decían quiero irme, pero cuando llegué al comedor mi apariencia era la de
alguien que está donde desea estar. Durante el almuerzo los niños debían
respetar ese silencio sepulcral que la señora deseaba, un minúsculo ruido de la
silla o de los cubiertos al chocar con el plato la exasperaba. Sentada allí
sentí fríos los pies sobre la alfombra, la boca seca y un angostamiento
interior que repelía los más sabrosos manjares tantas veces deseados. Tener
todo ante mis manos: el pan, el vino, la fruta, lo dulce y lo salado. Tener
todo y no atreverme a extender el brazo para tomarlo. Terror de hacer un
movimiento fuera de lugar, de tomar incorrectamente los cubiertos o no saber
pelar esa naranja real, pero tan inalcanzable. Esa mujer me aniquilaba hasta un
deseo tan animal, urgente y biológico como es comer. Ah, que saciedad, pero qué languidez. Sentí
añoranza de la sopa en lo de tía, de ese ruido que delataba el raspar de la
olla, del piso de tierra de casa.
Estuve en la estancia tres meses que me parecieron
años. No logré muchas cosas ahí, pero fueron de peso. El odio respetuoso de la
cocinera que no dejaba de tratarme de “usted señorita”, el enamoramiento que
llegué a sentir por el hijo de un estanciero vecino que venía todas las tardes
y la admiración de Anita -la hija de la lavandera- una muchachita flaca,
desnutrida, que apenas sabía las primeras letras y por eso la deslumbraban mis
conocimientos cuando salíamos a caminar los domingos. Sólo había ido allí a
buscar trabajo y descubrí las más fuertes emociones, comprendí de qué manera
insólita y rebuscada se entretejen los sentimientos y las relaciones humanas:
El odio de la cocinera por mi posición de “institutriz”; todo el rencor de lo
que ella no podía ser depositado en el lugar de privilegio que yo ocupaba en la
casa, una recién llegada que podía sentarse en el comedor. El amor hacía un
hombre que, como se encargó de hacérmelo notar la cocinera “no es para usted señorita”. ¿Acaso mi amor
era del mismo origen que el odio de ella, amar lo que se quiere llegar a ser? Deseaba
caminar de su brazo por el parque y, sin embargo, cuando una mañana encontré un
papel que había pasado por debajo de la puerta de mi cuarto donde me invitaba a
encontrarnos esa tarde, no asistí porque creí en la maldita sentencia de la
cocinera. Finalmente la admiración de Anita, que me condenaba a la perfección,
para no defraudarla. Escapar era lo que quería. Escapar con la misma intensidad
del odio y del amor. Del dolor y la felicidad.
Dios me escuchó y mandó una chancha en mi ayuda. Esa
tarde, después de noventa y tres días contados uno por uno, regresaba de caminar
con los dos niños mayores. Como se hacía de noche y estábamos cansados decidí
cortar camino cruzando por el cuadro donde estaba el chiquero. A una de las
chanchas le inquietó nuestra presencia y
avanzó hacia nosotros. Corrimos hasta el alambre de púas, los chicos pasaron
primero y cuando fui a saltar salvé la pollera, pero un tajo profundo y
liberador me cruzó desde la rodilla al tobillo. Cuando llegué a la casa el
señor Dolcet dispuso que en ese momento saliéramos para el pueblo a que me
viera un médico. Su mujer no estaba conforme, temía que no regresara. Antes de
subirme al auto me dijo:
– Acordate que te necesito.
Necesitar a alguien. Esa mujer no tenía idea sobre ese
maravilloso vértigo que es necesitar; esa conjunción única de saberse
inseguros, pero calmos en la vulnerabilidad.
El doctor Daroqui era el médico de mi familia. Su
esposa nos hizo pasar al garaje que funcionaba como sala de espera. Tenía en un
rincón, sobre una mesa ratona, un rústico reloj de madera cuyo tic tac era
menos estruendoso que el de la señora, pero más penetrante. Me tranquilizó su monótona
y familiar sonoridad. Cuando el doctor abrió la puerta ya casi estaba curada. Al
pasar a su lado tocó tiernamente mi cabeza y dijo:
– ¡Tanto tiempo! Supe que
estás en el campo, por aquí se te extraña.
Me hizo sentar en la
camilla, pero poca importancia le dio a mi pierna, se detuvo en mis ojos y
luego le dijo al señor Dolcet:
– Esta señorita no puede volver a trabajar al campo, al
menos por un tiempo, no me gusta nada esa herida.
Después le pidió que se retirara. Pensé que me iba a
hacer algunas preguntas sobre lo ocurrido, pero en cambio dijo estas palabras
que jamás olvidaré:
– Ellos tienen sus amigos y
vos me tenés a mí.
Pasaron muchos tic tac. Se curó la herida de mi
pierna y otras quedaron abiertas. A la estancia no regresé jamás. Pasaron
muchos tic tac, tantos que se paró el de tu corazón doctor y siguió andando el
del reloj, materialidad que se permite la insolencia de sobrevivir. Un día se
remataron las cosas que tenías y compré el reloj. Ahora está en el comedor de
casa pero no funciona, tiene una sola aguja y olvido darle cuerda. Aunque a
veces, hecho sobrenatural que me recuerda que somos algo más que un cuerpo,
empieza a funcionar solo. Tic tac que se empecina en evocarme tus tic tac y
entonces prendo velas como la abuela Ignacia y te rezo, bajito, con estas
simples pero sentidas palabras:
– Quédate en paz Espíritu porque me tenés a mí y a
muchos otros muchachos y muchachas que sin dinero curaste.
Después, mientras la vela se funde, me quedo quieta escuchando
el latir del reloj y el de mi corazón mientras pienso: la vida es esto, un tic
tac que se apaga y un tic tac que se enciende.
Para leer otras historias, de la misma serie de cuentos: